Comentario
Dos días después de que Francia retirase a su embajador en Madrid, es decir el 28 de enero de 1823, Luis XVIII pronunció un importante discurso con motivo de la apertura de las Cámaras, en el que anunció solemnemente que "cien mil franceses estaban dispuestos a marchar invocando al Dios de san Luis para conservar en el trono de España a un nieto de Enrique IV". En Francia se abrió una fuerte polémica en torno a la intervención en España que se prolongó durante el mes de febrero, y hubo muchas voces en contra de la decisión. El gobierno galo tenía muy claras, sin embargo, las ventajas que reportaría la expedición. Podría servir, sobre todo, para restablecer el prestigio del ejército francés después de la derrota a manos de las potencias europeas. Por otra parte, la influencia que le proporcionaría la intervención armada en favor de Fernando VII le permitiría mover los hilos de la política española con el fin de encauzarla por derroteros más acordes con el sistema de la Francia restaurada. Pero había también unos intereses económicos y comerciales que iban a jugar un papel de gran relevancia a la hora de sopesar las ventajas y los inconvenientes de una intervención armada. La independencia de las colonias españolas en el continente americano -en vías ya de una irreversible consumación- exigía una rápida intervención si se quería evitar que Gran Bretaña fuese la única beneficiaria de este proceso. Además, el comercio que Francia seguía manteniendo con España constituía un capítulo importante en la balanza comercial de aquel país. La defensa de todos estos intereses se vería facilitada con la presencia de un ejército francés en la Península y con la presión que de esta forma podría ejercer sobre el gobierno de Fernando VII.
Los preparativos para poner en marcha la compleja maquinaria de un ejército expedicionario tan numeroso habían comenzado ya en Francia a primeros de año. Para evitar las situaciones de tensión con la población civil que se habían provocado en España con motivo de las requisas y los saqueos del ejército napoleónico para solucionar los problemas de su abastecimiento, en esta ocasión se preparó la logística de otra forma. El gobierno francés encargó al negociante Gabriel Ouvrard de toda la operación de aprovisionamiento, que gestionaba con proveedores españoles a los que pagaba al contado. Así, para éstos, la invasión de los Cien Mil hijos de San Luis no sólo no constituyó ningún motivo para levantar la resistencia, sino que se convirtió en un buen negocio.
En total, el número de los componentes del ejército del duque de Angulema se elevaba a 95.062 soldados, divididos en cuatro cuerpos y uno de reserva. Por su parte, el ejército constitucional español que se dispuso a hacerle frente, estaba dividido en cuatro cuerpos de 18.000 a 20.000 hombres cada uno. El Ejército de operación, mandado por el general Ballesteros; el Ejército de Cataluña, mandado por el general Espoz y Mina; el Ejército del centro, mandado por el general La Bisbal, y el Ejército de Castilla y de Asturias, cuyo general en jefe era Morillo. También hay que contar a los 52.000 hombres que formaban las guarniciones de las plazas fuertes, los cuales hacían elevar la suma total a 130.000 soldados. Sin embargo, la desorganización de la defensa y la escasa moral de la tropa, impedirían una resistencia eficaz contra el ejército de Angulema.
El 7 de abril atravesaron las tropas francesas el río Bidasoa, no sin antes deshacer un intento de sublevación iniciado por algunos elementos liberales dentro de sus propias filas. Se iniciaba así una campaña que tendría un desarrollo, no por previsto, menos espectacularmente rápido y eficaz. La Bisbal capituló pronto y Morillo se retiró sin combatir. Ballesteros, después de haberse batido en retirada por todo el Levante y por la Andalucía Oriental, capituló también ante el general francés Molitor en Campillo de Arenas, en la provincia de Jaén, el 4 de agosto. Sólo Espoz y Mina supo oponer una tenaz resistencia en Cataluña, hasta el punto de ser Barcelona la última ciudad que cayó en manos de los franceses.
Cuando llegaron a Madrid las noticias del rápido avance del ejército de Angulema, el Gobierno y las Cortes decidieron, por razones de seguridad, trasladarse hacia el sur. El Rey y la familia real quisieron negarse a acompañarles, y a pesar de que los médicos certificaron que Fernando no podía ponerse en camino sin peligro para su salud, éste no tuvo más remedio que transigir ante las presiones de los liberales.
Cuando las tropas francesas llegaron a Madrid se creyó conveniente nombrar una Regencia para que se encargarse de administrar el país y de organizar el ejército, al mismo tiempo que debería ponerse de acuerdo con los aliados para liberar al rey. Reunidos los Consejos de Castilla y de Indias propusieron al duque del Infantado, al de Montemar, al Obispo de Osma, al barón de Eroles y a Antonio Gómez Calderón. Aprobada esta Regencia por el duque de Angulema, comenzó su actuación nombrando un gobierno y adoptando algunas medidas encaminadas a restablecer las instituciones del Antiguo Régimen.
El 10 de abril llegó la familia real a Sevilla y al día siguiente lo hizo la comisión permanente de las Cortes. A partir de entonces y hasta el 11 de junio, la capital andaluza se convertiría en la sede de las más altas instancias de la nación y las Cortes seguirían desarrollando en ella su labor hasta el momento en que tuviesen que trasladarse a Cádiz ante el avance del ejército francés. Pero de nuevo Fernando VII se negó a trasladarse, en esta ocasión a Cádiz, pues confiaba en su pronta liberación por parte de las tropas enviadas por su primo Luis XVIII. Fue Alcalá Galiano quien, basándose en el artículo 187 de la Constitución que establecía el nombramiento de una Regencia provisional cuando el rey se encontrase en la imposibilidad de ejercer su autoridad por causa física o moral, consiguió que las Cortes forzasen al monarca y a su familia a partir para Cádiz.
Cádiz había sido una ciudad inexpugnable para el ejército de Napoleón, pues sólo con una flota le hubiese sido posible completar el cerco de la ciudad. Ahora las circunstancias eran distintas. No existía ese ambiente de exaltación patriótica que se había producido en aquella ocasión y, además, Angulema contaba con varios barcos que podían cortar las comunicaciones marítimas de la ciudad y colaborar con las fuerzas terrestres en las operaciones que se disponían a llevar a cabo. Las Cortes y los gobiernos que se sucedieron en aquel verano de 1823 no fueron capaces de encontrar soluciones para evitar su caída y la ayuda inglesa que se esperaba no iba a llegar. Sólo la Milicia Nacional se mostraba dispuesta a resistir hasta el final. Ante tales circunstancias, los liberales parlamentaron con Fernando VII y con Angulema por separado y aceptaron liberar al monarca si a cambio se prometía el olvido del pasado. Fernando, que incumpliría su promesa nada más verse liberado de sus captores, pudo por fin reunirse con el Duque de Angulema en el Puerto de Santa María el 1 de octubre. Una nueva etapa, marcada otra vez por el signo del absolutismo, se abría a partir de aquel momento: era la última década del reinado de Fernando VII, quien se mantendría en el trono sin nuevas limitaciones ni condicionantes por parte de los liberales hasta su muerte en 1833.